Literatura Española del Siglo XVII

 

POLIFEMO ENAMORADO

TEÓCRITO (h. 310-260 a.C.). IDILIOS

IDILIO VI.- LOS VAQUEROS DAMETAS Y DAFNIS

Querido Aratus, Dametas y Dafnis habían reunido sus rebaños en el mismo pasto; uno era un niño todavía, y las mejillas del otro se cubrían ya de un ligero bozo. Sentados cerca de una fuente, en un bello día de verano, cantaron. Dafnis, autor del desafío, comenzó:

 

DAFNIS canta:

¡Oh Polifemo! Galatea lanza sus manzanas a tus rebaños, te llama pastor intratable, amante insensible; y tú, sin mirarla, indiferente cíclope, haces resonar tu zampoña armoniosa. Ella molesta también a tu perro, de tu rebaño vigilante fiel; él le gruñe al mar, las olas murmuran dulcemente, abren paso a esta ninfa y la dejan ver corriendo hacia la orilla.
¡Ah! advierte, cuando ella va a salir del mar, que tu perro no hiere su cuerpo de alabastro.
La veo, corre, juguetea: así vuela al capricho de los vientos el penacho de acanto, cuando los rayos del sol han quemado su prisión reseca.
A esta ninfa, caprichosa, tú la adoras, ella te evita; tú la desdeñas, ella te persigue: la coqueta lo pone todo en juego para seducirte.
El amor, ¡oh Polifemo! El amor lo embellece todo, incluso la fealdad.

Así cantó Dafnis, y Dametas respondió:

 

DAMETAS

He visto ¡y apelo al dios Pan!, he visto a Galatea molestar a mis rebaños; sí, la he visto con este ojo único, ojo precioso: ¡Ah! ¡que los dioses me lo conserven! Pueda Telemo, ese profeta de desgracias, ver en su propia familia recaer sobre sus hijos su funesto presagio.
Pero para picarla mejor no la miro; digo que otra ninfa es objeto de mi llama. Ante estas palabras, en su alma el despecho fermenta, y curiosa se lanza al mar, paseando sus miradas por mi rebaño y alrededor de mi gruta. Soy yo quien muy bajo excito a mi perro; él ladraba dulcemente cuando intentaba complacerla y acercaba a su pierna su hocico acariciador.
Cansada de mi indiferencia, querrá tal vez intentar dar alguna señal; pero yo cierro mi puerta hasta que ella haya jurado trenzar con sus manos, en esta isla, el hilo del himeneo.
No estoy desprovisto de belleza según se dice; el otro día me contemplé en el mar inmóvil, y mi ojo relucía en ese espejo.
Mi barba tenía algo de varonil; la ola azulada reflejaba el esmalte de mis dientes, superior al brillo del mármol de Paros.
Temiendo sin embargo un encanto maligno, tres veces humedecí mi seno de saliva; es la vieja Cotyttaris quien me ha dado este secreto, cuando alegraba con los dulces sones de su flauta a los segadores reunidos en casa de Hippocoon.

Así cantó Dametas; besó a Dafnis y le regaló su flauta; Dafnis dio su oboe a Dametas. Entonces los dos jóvenes pastores tocaron tonadas melodiosas, y pronto las novillas saltaron en el tierno verdor; los dos eran invencibles.

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XI. EL CÍCLOPE

Jamás remedio alguno ha surtido efecto sobre el amor,
Nicias, ni ungüento, me parece, ni emplasto,
si no es la música: llega a ser grato alivio
para los hombres, pero esto no es fácil de descubrir.
Me parece que tú bien debes saberlo, siendo médico
y especialmente amado por las nueve Musas.
De todas formas así pudo soportarlo el cíclope sículo,
antiguo Polifemo, cuando se enamoró de Galatea
apenas comenzó a crecerle barba, bigote y patilla.
Se enamoró no con frutas ni con rosas ni con bucles
sino con recta locura, tuvo todo por irrelevante.
A menudo las ovejas, alejándose del flautista, regresaron solas
desde las verdes pasturas: cantando a Galatea
se consumió justo ahí en las costas cubiertas de algas
desde el amanecer, llevando en el corazón la herida más odiosa
de la gran Afrodita, el dardo clavado en su persona.
Pero descubrió el remedio: sentado sobre una piedra
elevada, mirando hacia el mar, cantó esta canción:
“- Pálida Galatea, ¿por qué me rechazas?
Más blanca que el yogur, mas suave que el vellón,
más grácil que un ternero, más firme que uva verde.
Así como me acechas cuando el sueño me atrapa,
así es como te escapas cuando el sueño me deja,
huyes como la oveja que avistó al lobo gris.
Me enamoré de ti, muchacha, el primer día
que viniste a buscar con mi madre jacintos
a la montaña, y yo te mostraba el camino.
Imposible no amarte después de haberte visto;
no puedo: y no te importa, por Dios, en lo más mínimo.
Sé muy bien, adorable muchacha, de quién huyes:
hirsuta y única, por todo mi entrecejo
se extiende mi gran ceja así de oreja a oreja,
Y un solo ojo debajo y un chato hocico feo.
Pero así como soy apaciento mil bestias,
de la más fuerte ordeño la leche que yo bebo:
el queso no me falta ni al final del verano
ni en el álgido invierno: cajones llenos siempre.

Flautista como yo no existe entre los cíclopes;
a ti, manzana amada, y a mí mismo nos canto
a menudo en la noche. Te guardo once cervatos
con la luna en la frente, y también cuatro oseznos.

Pero ven junto a mí y no tendrás nada menos,
deja que el mar rielante jadee sobre la playa.
Si quieres, en mi gruta puedes pasar la noche.
Laureles hay ahí, hay gráciles cipreses,
hay negra enredadera y hay vid de dulce fruto,
hay agua refrescante que el arbolado Etna
de la nieve brillante destila para mí.
¿Quien el mar y las olas tener preferiría?
Y si yo te parezco demasiado peludo,
tengo madera y fuego siempre bajo las brasas.
Soportaría el alma en llamas por tu causa
y también mi único ojo, que nada me es más dulce.
¡ Si mi madre me hubiera engendrado con branquias,
que me hundiera hacia ti, que besara tu mano!
Si no quieres mi boca, te daré o flor de nieve
o una amapola suave de colorados pétalos.
Pero ésta en verano, las otras en invierno,
no podría traerte a la vez los dos ramos.
Pero a nadar, pequeña, ya mismo aprendería
si acaso un navegante viniese con su barco,
para saber qué dulce te es vivir en el mar.
Emerge, Galatea, sal; y así olvidarás,
tanto como yo ahora, cómo volver a casa:
desearás ser pastora, conmigo ordeñar leche
para fabricar queso con el ácido cuajo.
Mi madre me hace daño, a ella sola culpo: [la ninfa Toosa]
nunca te dice nada amable sobre mí,
esto, día tras día, viéndome que estoy débil.
Diré que mi cabeza y también que mis dos pies
laten; y que se angustie, si yo también me angustio.
Cíclope, loco cíclope, ¿qué diablos te sucede?
Si trenzaras canastas y heno recién segado
dieras a tus ovejas, más tendríamos ambos.
Ponte a ordeñar ya mismo. ¿Qué espejismo persigues?
Lo mismo encontrarás a otra aún más bella.
Me llaman muchas jóvenes para jugar de noche.
Y cuando les respondo se ríen como pájaros.
Es obvio que en la tierra soy alguien conocido.”
Así te conté cómo Polifemo era pastor que su amor
cantaba, pues se sentía mejor que si hubiera pagado.