XXXII
Ni en este monte,
este aire, ni este río
corre fiera, vuela ave,
pece nada,
de quien con atención no sea escuchada
la triste voz del triste llanto mío;
y aunque en la fuerza sea de el estío
al viento mi querella encomendada,
cuando a cada cual de ellos más le agrada
fresca cueva, árbol
verde, arroyo frío,
a compasión movidos de mi llanto,
dejan la sombra, el ramo
y la hondura,
cual ya por escuchar el dulce canto
de aquel que, de Strimón en
la espesura,
los suspendía cien mil veces. ¡Tanto
puede mi mal y puede su dulzura!
XLIX –A una rosa
Ayer naciste
y morirás mañana;
para tan breve ser, ¿quién
te dio vida?
¡Para vivir tan poco
estás lucida,
y para no ser nada estás lozana!
Si te engañó tu hermosura
vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en esa hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.
Cuando te corte la robusta mano,
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.
No salgas, que te aguarda algún
tirano;
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu muerte.
XXXI
Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido el Sol relumbra en vano,
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;
mientras a cada labio, por cogello,
siguen más ojos que al clavel temprano,
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello;
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, marfil luciente,
no sólo en plata o viola truncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
|
|